martes, abril 21

Inés



Caminó durante mucho tiempo sin saber hacia donde iba. Luego, cuando pasó por la estación de trenes, se sentó a observar a lo lejos a toda esa gente. Su viejo sombrero jipijapa de color gris, estaba a tono con su alma y pensó:
-No creo ya que valga la pena vivir sin Inés. ¡Ay!, Inés, ¡Ay! Dios, ¡Porqué te la llevaste!
Y bajando la cabeza, comenzó a llorar en silencio.

El silbato del tren se oyó fuertemente, y más hondo caló en su corazón el dolor por la pérdida de su amada Inés.
- ¿Porqué llora, señor?
Era la voz de una pequeña niña que de pronto estaba sentada a su lado.
El levantó la cabeza, la observó unos instantes, y le dijo que sólo estaba triste, pero que pronto se le pasaría. Luego, mientras la niña lo miraba, él buscó con la vista a los padres de la niña; pero parecía que ella estaba sola.
- ¿Y tus padres? Preguntó a la nena.
-No se, se fueron corriendo de pronto y ya no los vi.
Qué cosa más extraña, pensó el hombre; pues la niña no tenía más de 6 años, y le llamó mucho la atención que estuviera sola. De seguro se ha de haber perdido entre tanta gente, murmuró. Y saliendo un poco de su pena por Inés, la tomó de la mano para ir en busca de sus padres.
-Ahora ya no llora, señor. Habló la niña mientras caminaban.
- Pues no pequeña, tengo que llevarte con tus padres, o buscar ayuda para encontrarlos.
-Nunca más llore señor, siempre hay que seguir adelante. Me lo dijo una señora que hace poquito conocí. Habló nuevamente la pequeña.
El hombre quedó petrificado, porque aquellas palabras fueron las mismas que Inés le dijo en su lecho de muerte, hacía sólo cuatro días.
Luego, saliendo del estado absorto en que había quedado después de oír a la niña, miró hacia lo lejos y vio a mucha gente reunida. De pronto la niña lo soltó de la mano y se dirigió corriendo hacia el lugar. Cuando él reaccionó, también corrió para ir detrás de ella, pero la nena ya se había perdido entre la gente.
Ya entremedio de todo el tumulto, se dio cuenta que ni siquiera sabía el nombre de la niña para llamarla. Pero una vez más, su atención se posó en lo que estaba ocurriendo en aquel gentío. Una mujer lloraba a gritos absolutamente desconsolada, mientras tres hombres la detenían.
- ¡Inés, Inés, mi hija! Se oyó fuertemente.
El hombre se acercó a ver rápidamente, y en las líneas del tren estaba el cuerpo sin vida de la pequeña que momentos atrás había conocido.

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